domingo, 12 de diciembre de 2010

Undécimo. Un cuento culinario de navidad

Era la semana antes de la navidad, unos cinco días antes del 24 de diciembre, y la ciudad se movía frenéticamente alrededor de todo aquello que sirviera para celebrar: Compras de regalos, comida, caña, fiestas, etc. 
En nuestra ciudad, el frenetismo puede terminarse abruptamente, como es normal, en cualquiera de los alrededores de los centros comerciales, en donde tienes que desarrollar mentalidad Zen para no parar en loco en las interminables colas de vehículos.
Ese año estrenábamos apartamento en lo alto del cerro, con una flamante cocina en acero y blanco, equipada, entre otras comodidades, con horno eléctrico y unas neveras de buen tamaño. Para darlo a conocer a la familia, queríamos celebrar la navidad en casa. Ya les he hablado antes acerca de la comida como celebración. Pues bien: éste era el caso paradigmático. 
Decidí entonces lucirme preparando un pavo horneado como la tradición indicaba. Pero no podía conseguir cualquier ave comprada en automercado, congelada hacia la época del Primer Bush, por lo que me fui hasta el mercado de Quinta Crespo a buscarla viva.
Para aquel que no lo haya hecho antes, comprar un ave en pie para beneficiarla, en esta época de conciencia ecológica y de vegetarianos militantes que te pueden hacer sentir como una cucaracha por comer cualquier cosa que respire y camine o por vestirte con algo de piel, es toda una experiencia.
La primera impresión que debes superar es ver cara a cara al plato principal y que éste te devuelva la mirada con ansiedad. En mi caso particular, como ya había hecho esto en el pasado con mi papá, superé fríamente la tentación de montar al animal en el carro para  correr a liberarlo; por el contrario, lo mandé con frialdad Doncorleonesca a la trastienda: ¡A que lo beneficiaran!...
Al cabo de un rato, más corto de lo que parece, me devolvieron una bolsa de gran tamaño, con el pavo muerto y desplumado. Para mi grima, el contenido conservaba la temperatura corporal. Cargando cual criminal con mi prueba del delito, me monté en mi carro y enfilé hasta lo alto del cerro para disponer del ave en la nueva cocina.
Había un escollo, no demasiado grande que superar: Nunca en mi vida había preparado pavo horneado, pero ¿Qué tan difícil podía ser? Así que, al grito de quién dijo miedo, subí con mi ave defuncionada - todavía caliente - para aliñarla.
Saqué de la bolsa al pavo e inmediatamente la cocina nueva y flamante se llenó toda de un intenso olor a gallinero, el cual no se quitó hasta pasadas unas tres semanas, lo que me ganó el odio equivalente de mi cónyuge.
Para el aliño del ave, tomé lo que me llamó la atención de todas las recetas que leí, quebrantando uno de mis principios, el de ceñirme con firmeza cartesiana a la receta, pero como se trataba de mi primer pavo quería innovar y lucirme.
De esta manera, mezclé el aliño básico de dos recetas, recuerdo jugo de cebolla y ajos, brandy de otra receta, y  ponerle al ave hojas de laurel en varios sitios, lo que para un animal de ese tamaño, hacía remembrar macabramente a las hojas de parra de las estatuas clásicas. Y una vez bien embadurnada con el aliño, en el molde donde iba a ser horneada, la metí en la nevera a estrenar.
El resultado lógico, es que el olor a gallinero ahora medraba en la nevera, mientras la cocina sólo podía ser exorcizada con intensas aplicaciones de un producto especial para equipos de acero que huele a kerosén, pero eran tiempos desesperados requiriendo medidas equivalentes.
El pavo se maceró hasta el 24 por la mañana, fecha en la cual muy temprano lo saqué de la nevera para que se pusiera a temperatura ambiente. La pobre nevera solo superó el olor con soda del brazo con martillo.
Del relleno recuerdo poco, era de manzana y nueces, pero lo hice agotado por todos los preparativos previos y no conservé la receta, como tampoco tuve la previsión, pese al consejo de mi cuñado, de documentar todo lo que iba haciendo.
El horno trepó modernamente sus grados hasta que estuvo a la temperatura adecuada para recibir su contenido y trabajarlo gracias a los arcanos de la física y química, que según una de mis hermanas es lo que ocurre en todas las cocinas.
Ahora el olor que impregnaba todo el edificio, no era ya el de gallinero, sino la certeza de que mi inspiración al momento de prepararla era correcta: Todos los esfuerzos, sacrificios y accidentes olfativos fueron superados por el enganchante olor de la carne cocida, uno de los más reconfortantes a recordar cuando se es buen diente.
Para hacer la salsa del pavo se raspa el molde, por lo cual no es recomendable utilizar moldes desechables, porque estos simplemente se desarman. Vino tinto y caldo son los ingredientes mágicos. Ahí me di cuenta que durante toda mi vida había desdeñado fantásticas preparaciones por su aspecto: Ese color oscuro, como chamuscado, de niño me daba bastante aversión.
El ave, luego de su estancia en el horno, calculada a razón de alrededor de cuarenta minutos por kilo, salió como un lujoso pavo de película. Mi esposa, reconciliada conmigo al haber transmutado el olor en la cocina por algo más llevadero, me ayudó a decorarlo con los adornos que suelen colocarse en las patas (esos como sombreritos de chef, seguro tienen nombre), y toda una huerta de perejil fresco. 
Ya el final es imaginable. La mesa y la cena quedaron inolvidables, a todas estas, y por mi ya comentada falta de previsión, el pavo quedó como los happenings sesenteros, es decir, irrepetible.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Décimo. Comienza Diciembre

Una verdadera celada gastronómica. Toda la comida de diciembre es tan sabrosa como pesada: Pernil, pavo, ensalada de gallina, pan de jamón, dulce de lechosa, turrón, vino, torta negra, y esa granada fragmentaria que llamamos hallaca. 
Hace tiempo hubo por acá una controversia lingüística, en el mejor estilo bizantino, en que se discutía sobre si el nombre era “hallaca” o “hayaca”.... Igual, el corrector de mi computadora se atraca con las dos palabras, y yo prefiero nombrarla con doble ele.
Muchos venezolanos de mejor prosa que yo han hablado ya de estos singulares platos: Rómulo Betancourt las llamaba “las multisápidas”. Personas con conocimientos de antropología dicen que incluyen elementos de nuestras raíces africanas (masa de maíz), indígenas (envuelta en hojas de plátano) y peninsulares (con guiso y demás adornos). El pabilo no se de dónde vino...
Es interesante el supuesto origen histórico de la hallaca. Pancho Herrera Luque contaba en sus Historietas de la Historia, que habían nacido como castigo a los primeros hacendados en Caracas, por el trato que éstos daban a sus esclavos, a quienes obligaban a comer una masa de escaso valor nutritivo envuelta en hojas de plátano. 
Decía Herrera que el Obispo de la época (él se sabía su nombre, a mi se me olvidó),  forzó a los orgullosos caraqueños a comer lo mismo que sus esclavos durante la Navidad, de forma de que expiasen sus culpas y pasaran por las mismas penurias que sus “colaboradores” en la época del nacimiento del Niño Dios. Según la historia, los caraqueños obedecieron, seguramente atemorizados por el castigo divino, pero a su manera. 
A aquella masa de maíz, ahora preparada con los mejores granos, le pusieron un guiso de primera, y la adornaron con todas las exquisiteces propias de la península: Aceitunas, pasas, alcaparras, encurtidos, pimientos morrones, pedazos de gallina y un largo y apetitoso etcétera. Cumplían así su penitencia, pero controlando las circunstancias. Si la historia es verdad, la cuento para reforzar que como que no hemos cambiado demasiado en cuatrocientos años.
Los ingredientes de las hallacas suelen ser tratados como elementos de seguridad nacional. Como la mayoría de ellos son importados, los gobiernos de todas las épocas han hecho esfuerzos especiales para que nunca falten, sea cual sea la coyuntura económica por la que atraviese el país.  Este año, como muestra, fueron regulados casi todos los precios.
En Caracas para estas fechas pueden conseguirse hallacas en casi todas partes: automercados; tiendas gourmet; preparadas a domicilio; en los restaurantes (donde forman parte de una emboscada denominada “plato navideño”); algunas preparadas con más tino que otras. Pero a mi me gustan las hallacas caseras. 
Cuando hablo de las caseras, me vienen a la memoria muchas cosas. La primera, es que siempre me gustó cómo en mi casa se formaba una correa de producción digna de Henry Ford, en la que todos los miembros de la familia participábamos. Es una celebración preparatoria de la otra, en reunión de familia pero vestidos de faena.
El guiso se hace picando como ocho kilos de carne y cochino, treinta ajo porros y cualquier otra cantidad de aderezos, entre los que me viene a la cabeza tomate y vino moscatel. 
En mi infancia, la prueba de fuego para el guiso era mi bisabuela, ya ciega y en silla de ruedas, pero con una sazón irrepetible, quien daba el visto bueno o decía qué otro aliño meterle. Yo era el encargado de llevar la muestra, muy posiblemente porque como era niño, me mantenía alejado de la cocina aunque fuera por un rato.
Paralelamente puede hacerse la limpieza, secado y clasificación de las hojas de plátano previamente ahumadas. Imagino que para que se conserven verdes por más tiempo y para darle ese saborcito especial, como la comida que se saca de una lonchera asoleada.
La masa no es simplemente harina de maíz blanco “pilado”. Tiene varios secretos, entre los que se cuenta amasarla con caldo de gallina, aceite onotado y pimentón licuado, para que la masa sea trabajable y no se parta con la invasión de ingredientes que se le viene encima.
Acá se arma la verdadera cadena de producción: En una mesa, la más larga que se consiga, se colocan los ingredientes en platos separados, una olla enorme con el guiso presidiendo la asamblea, la masa repartida en bolas y toda la fuerza laboral dispuesta a participar en el proceso, que se describe a continuación.
Se toma una hoja grande y cuadrada, previamente untada con aceite onotado, se le aplasta encima una bola de masa de la mejor forma posible; bien sea a mano, con una cuchara o con alguna de las prensas especiales de hacer empanadas que se consiguen en Guayana. 
Una vez que se tiene la masa en circulo, con un grosor de aproximadamente tres milímetros, se le pone encima una porción de guiso y todos los adornos que se tengan, a menos  que haya miembros mañosos en la familia que no coman algo, a quienes por lo tanto se les prodiguen preparaciones especiales que luego deberán ser reconocidas, de la forma que se explicará más adelante.
La masa, ya con todo adentro, se cierra como si fuera una empanada, doblándose la hoja con la mayor delicadeza y envolviéndose en hojas adicionales (llamadas tapas y fajas). Posteriormente se amarran con pabilo. Acá, como decía antes, las jefas de familia inventan todo un código de pabilos para distinguir las hallacas “especiales”; por ejemplo, tres cuerdas  cruzando la parte ancha son las de Heliodoro, que no le gustan las pasas; las que están amarradas con hilo rojo, son del Tío Pancho, que no come gallina, y asi...
Como si se tratara de una tesis de grado, cuando las hallacas están amarradas, equivale al momento en que se han escrito todos los capítulos en la computadora, y se tienen que imprimir: Uno cree que ya terminó, pero no... Normalmente sucede al final de la jornada, tarde en la noche y cansados al extremo. 
Es un detalle importante resaltar que en este momento las hallacas están crudas y, según un dicho popular, son extremadamente peligrosas. Hay que hervirlas en agua no muy salada por algún tiempo. Por el cansancio, parecen varias horas. Ya en ese momento la casa huele de una forma difícil de explicar. Tal vez lo más parecido es cuando en una oficina varias personas calientan distintos almuerzos en el microondas, mezclándose los olores.
Ya preparadas las hallacas son bastante duraderas. Pueden estar en la nevera las cuatro semanas de la temporada navideña y congeladas varios meses más. Normalmente deben tratarse con respeto si han estado congeladas por más de diez meses.
Las hallacas tienen un detalle final muy particular. Como combinan tantos ingredientes y sabores, puede comerse un número limitado de ellas en toda la temporada navideña antes de terminar totalmente empachado. Mi número personal es cuatro... Claro que puedo comer más, pero ya con menos entusiasmo.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Noveno - Del gusto por lo bueno, del Whisky y el Güiski

Muchas veces me han dicho que en Venezuela se come bien. Como gordo profesional creo que esa aseveración es correcta. Ya les había hablado antes de mi entorno familiar buen diente, pero creo que la cosa es más nacional: Las ganas de comer bien como que nos vienen dadas por el gentilicio.

Pudiera hablar de la mezcla de razas, que indudablemente ha contribuido desde siempre a la fusión de ingredientes en nuestra mesa. Así, todos comemos pasta, al igual que pabellón y tortilla de papas.

Pero debería haber algún otro factor cultural que nosconvirtió a los venezolanos en tan buenos dientes. Se me ocurre que pudieran ser las distintas bonanzas económicas que el país vivió. Porque, aunque nos cueste creerlo, Venezuela se ha derrumbado y construido muchas veces, y con estas construcciones y reconstrucciones van y vienen los gustos, casi siempre siguiendo las tendencias dominantes en el mundo.

De los tiempos de Guzmán Blanco, los venezolanos comenzamos con el gusto por lo afrancesado. ¡Claro! En aquella época lo francés marcaba la pauta en el mundo: París se reinventaba, y todo aquel que la visitaba se enamoraba de ella. Seguramente en esa época llegó a nuestro país el abuelo de nuestro Gordon, "Le Cordon Bleu".

En otra bonanza económica, cuando Gómez, vinieron del norte los primeros adelantos en materia petrolera y el gusto por lo gringo. Llegaron  el Perro Caliente, del que ya les hablé en posts pasados, el chicle y los refrescos, entre otros.

Luego vienen los años de Pérez Jiménez, en los que si le creemos a Boris Izaguirre, comenzó el gusto por el whisky, en especial con agua de coco, también por las construcciones tipo Gio Ponti. Acá se vendía con igual facilidad la mejor champaña y los vehículos más lujosos (esto es rigurosamente cierto: tanto Rolls Royce como Clicot tenían sendas oficinas de representación en Caracas).

Los tiempos de la cuarta tuvieron algunas bonanzas: La que recuerdo con más nostalgia es la de la época del Primer Carlos Andrés, con sus restaurantes famosos, que atesoramos en el recuerdo y el ta barato dame dos. Más tarde llegarían después del ratón ochentoso los extraños noventa, con sus yuppies de la bolsa llenando otros fugaces comedores de lujo y fumando habanos tamaño patas de silla.

En la actual barahúnda bolivariana, sobre todo en los estratos más influyentes, volvió el gusto que para definirlo con justicia, no es por lo necesariamente bueno, pero sí por lo seguramente costoso. Se me viene a la memoria un cuento de una comilona en Francia acompañada con el vino más costoso de la lista, a cuyo nombre llegaron seguramente por el precio.

Y aquí me permito una anécdota personal: En casa había una botella de whisky Swing, que en su época era una marca muy apreciada. Como característica especial, estas botellas no traían la célebre “maraca” con la que los escoceses limitaban nuestra natural y tracalera viveza criolla, simplemente porque se trataba de un producto que no se conseguía acá, sino que se compraba en mercados más civilizados.

Esa botella, largo tiempo vaciado y metabolizado su contenido original, era constantemente rellenada por nosotros con cualquier kerosén que estuviera a la mano, siempre que oliera a güiski (notarán que cuando llamo la bebida de esta forma, lo hago para distinguirla del verdadero licor oriundo de Escocia). Y solíamos sacarla en ocasiones festivas, en las cuales nunca fallaron palabras elogiosas para la humilde mezcla en botella de lujo. Esto me lleva a mi primera doble conclusión; ¡No confíes en güiski sin maraca en Venezuela, y sé parco a la hora de elogiar!  

Pudiera ser materia de otro post el tema de por qué acá nos sentimos seguros cuando el güiski lo tomamos en botellas con maracas, como si los adulteradores no supieran también falsificar estos mecanismos, pero no se si ahí hay materia suficiente como para poder escribir dos páginas completas.

Volviendo al tema de las bonanzas económicas, y a modo de conclusión de este post,  ellas nos dejaron  buenos gustos,  pero en algunas oportunidades estos gustos han sido motor para el relajamiento de los cánones éticos, porque quien ha probado algo muy bueno, difícilmente acepta ser regresado a calidades inferiores.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Octavo. Del hojaldre.

Hemos tenido la fortuna de conocer excelentes pastelerías en Caracas: Danubio, Los Nietos, Mozart, Frisco, por mencionar algunos ejemplos. Esa fantástica inmigración europea que tuvimos a mediados del siglo pasado (algunos de cuyos hijos y nietos han emprendido el salto de regreso por muy explicables razones), nos trajeron el conocimiento y el gusto por productos pasteleros de calidad.
Así como comerse un perro caliente es una labor de equilibrio natural, también comerse una milhoja es una prueba de destreza; porque si intentas darle un mordisco o si le clavas un tenedor, la milhoja presionará el delicado relleno de crema pastelera haciendo que se salga por los lados en clara recordación de olvidadas lecciones de física. Pero, ¿No es acaso ese uno de los placeres de comer milhojas?
Las milhojas se hacen con hojaldre: una masa que para hacerla bien hace falta mucha experiencia. Pareciera que su secreto es el mismo que cuentan en chanza de la cocina francesa: “¡Mantequilla, mantequilla y más mantequilla!
En esta época de internet, es fácil conseguir una receta que parezca funcionar: google me soltó esta que les copio, con la advertencia previa que no la he probado pero luce bastante honesta: http://www.aprender-gratis.tk/hacer-masa-hojaldre.htm 
Con esta masa, que según la receta hay que doblarla ad infinitum y presionarla como testigo reticente, los pasteleros hacen un sánguche de crema dulce y posteriormente cubren la capa superior con azúcar de nevar. Al cortar el producto con instrumentos especializados (pues si usaran cuchillos normales perderían el trabajo), obtienen un resultado geométrico y multicolor que al verlo, te quedas cual perro de Pavlov salivando.
El hojaldre se usa también en recetas calientes, como los vol-au-vent (vulgo, volován): Ese cucurucho de masa que normalmente no es nadie sin la salsa bechamel o los hongos. En las nuevas cocinas, cuyos productos normalmente me hacen alzar las cejas en señal de duda, los hojaldres son utilizados una y otra vez.


El hojaldre lo encontramos también en los strudels, en el lomito Wellington, en los croissants, en las palmeras, ¡Hasta en tequeños!, todas recetas cuyo contenido de grasa las hacen adictivas. Porque es de hacer notar que uno de los secretos de la grasa es que genera una dependencia corporal como si de alguna droga se tratase.

Con esa mezcla de mantequilla, azucar, crema y huevos, es de imaginarse que estas recetas sean blanco fácil de dietistas, gordólogos y demás matasanos, quienes normalmente arrancan su tortura  y ensañamiento prohibiéndonos el consumo de tan deliciosos productos, pues desde ya es importante concluir algo: No parece existir algo así como un hojaldre “light”.

domingo, 31 de octubre de 2010

Séptimo severo. Del Café

Los latinoamericanos nos encanta el café. Como descendientes que somos de los moros, quienes lo trajeron al Sur de España, directo de algún lado de Arabia en los tiempos de Al-Andalus.
Desde las tecnológicas maquinitas que ahora se venden con cápsulas que parecen de ciencia ficción, hasta el jugo de paraguas que eufemísticamente llaman “café americano”. Todo forma parte de un mismo culto.
Siempre me ha intrigado del café la forma cómo se llegó a él. Valoro la inventiva de nuestros antepasados al tomar la semilla de una fruta que al parecer no sirve para más nada, tostarla, molerla y finalmente pasar ese polvillo por agua caliente para producir una infusión.
Los italianos hicieron un aporte capital a esta cultura cafetera con las máquinas expreso. El nombre, según los programas historiosos del cable, parece venir de una persona que vio funcionar a la primera máquina y la comparó con una locomotora. 
Las máquinas expreso formaron desde ese entonces parte fundamental de unas tiendas, en los que además se acompañaba la infusión con algún producto de pastelería. Óptimos para meriendas y desayunos, y también para encuentros un poco más rápidos, menos formales que los restaurantes. ¿El nombre de las tiendas? ¡Cafés!
En nuestro país, aunque siempre ha habido excelentes cafés, también las máquinas expreso encontraron buen uso en las panaderías, regentadas la más de las veces por portugueses. Sobre las panaderías luso-venezolanas es mucho lo que se puede decir, por lo que me reservo elaborar sobre el tema en un próximo post.
Dentro de la tecnología cafetera y como humilde antecesor de las máquinas nos encontramos a la media o manga de colar. Todos conocemos ese cedazo en el cual se coloca el café molido para pasarle el agua hirviendo. Pero también conocemos a sus primos ricos, que son las máquinas que acá en algún momento se llamaron “Melittas”, las cuales traían sus propios filtros de papel. 
Estas últimas forman parte de la vida media corporativa (los chivos ya cuentan con versiones reducidas de las máquinas expreso), con  sus versiones de filtro recambiable o filtro perenne, y característico sabor a cenicero cuando la infusión ya tiene tiempo en la jarra sobre la parte de la máquina que lo mantiene caliente. 
Uno de los secretos mejor guardados para evitar este sabor, es poniendo monedas entre la superficie y la jarra. Acá solemos usar piezas ya desmonetizadas, como los “bolos” o los “fuertes”, pero,  si alguna vez Usted se topa con unas monedas en la hornilla de la cafetera, ¡Haga el favor de dejarlas ahí! Aunque le puedan hacer falta para completar el pago del estacionamiento, todos los cafeteros de la oficina se lo vamos a agradecer. 
Mención final dentro de esta industria lo tienen las cadenas de cafés. A mi entender, lograron algo muy bueno al globalizar el gusto por el buen café. Pero francamente asustan los tobos de expreso que pueden llegar a meterse los gringos: Si yo lo hiciera, pasaría varias noches sin poder dormir. 

Igual, con la faramallería con que los occidentales de cierta cultura actuamos, estas tiendas han servido de foros para dar a conocer los buenos productos, muchos de los cuales provienen de nuestra Latinoamérica.

sábado, 23 de octubre de 2010

Sexto. De los Asquerositos

Un amigo italiano se burlaba de nosotros los venezolanos, porque según él, llamábamos a los perros calientes de la misma forma que en inglés, pero traducido verbalmente. No se como les dirán en Italia, presumo que “Ot-dogga”, pues ellos tienen una limitación gutural nata hacia lo que signifique el sonido de la jota como primera consonante.
En Venezuela los perros , comúnmente conocidos como  “asquerositos”, pueden comprarse en carros en la calle. Estos carros son como los hijos perdidos de la locomotora a vapor, puesto que necesitan agua para poder funcionar y se mantiene caliente mediante una cocina a gas con bombona, por lo que suelen verse humeando en las distintas calles de Caracas.
Los perros criollos están a buena distancia de aquellos robustos frankfurters que pueden comerse en cualquier calle de los Estados Unidos, en los que la salchicha realmente sabe a vaca. En nuestro perro, las salchichas de color verdoso flotan en un agua amarillenta y los panes se sacan de una nube de vapor también de color amarillento. 
Es edificante presenciar el momento del ensamblaje del perro, en el cual el “perrero” alterna rítmicos golpes al carrito, usando la tenaza metálica que es fundamental para su  trabajo, mientras saca primero el pan blando de estar tanto tiempo vapor, lo coloca en un papel semi parafinado que jamás podrá servirnos de servilleta, abre el pan con el pulgar de la mano con que lo sostiene y luego le coloca la salchicha.
Tradicionalmente le pone luego cebolla y repollo, ambos sin cocinar, papas ralladas fritas y también puede espolvorearle encima al perro algún aserrín blancuzco aromatizado como queso. Puede entonces aderezar el perro, además de con las tres salsas tradicionales (ketchup, mayonesa y mostaza), con gran variedad de salsas. Según la fama del “perrero” mayor será la variedad. Así, las más comunes son de ajo, de cebolla, rosada, una verdosa que puede saber a cilantro, y picantes de distintos tipos. 
Pero me doy cuenta que la descripción pudiera ahuyentar a cualquier neófito escrupuloso y es de vital importancia apuntar, que a pesar de la fidelidad de todas las descripciones a la realidad, los asquerositos son de las cosas más sabrosas que he probado en mi vida.
En infinidad de ocasiones he intentado reconstruir la receta del perro callejero en predios domésticos, sin que los resultados sean del todo satisfactorios: nunca saben igual. Supongo que como honrosa excepción a la regla de los buenos ingredientes que esbozé en alguno de los posts anteriores. 
Algún amigo en pasos similares llegó a alquilar un carrito para realizar los mismos experimentos y me dijo que lo único que le había faltado hacer era llenar los carritos con el agua usada del tobo del coleto y preparar los perros con el carro andando al lado botándole el humo de escape al preparado.
No se realmente si tales circunstancias de contaminación e ingredientes de dudosa calidad llegan a contribuir con el sabor de los perros de la calle, o si es el gusto por lo peligroso, pero, como les dije arriba su sabor es excepcional.
Visto lo precario del preparado, es cosa segura que al pegarle al perro el primer mordisco, el aderezo vaya a parar en nuestra camisa, corbata o zapatos. Para evitar esto se ha desarrollado la conocida técnica de pararse en “posición de comer perro caliente”, algo parecido a la forma como los catchers se acuclillan, de forma tal de esperar lo inevitable sin perder el glamour. Otras personas prefieren inclinarse sobre los cubos de basura que abundan alrededor de los carritos, pero personalmente esto lo encuentro un poco ahuyentador del apetito.
Los perreros son sitios de encuentro, sobre todo a la salida de fiestas si el obsequio ha sido exiguo o si en ellas nos concentramos en cosas distintas a comer. Lamentablemente con la inseguridad, estos negocios callejeros deben ser frecuentados, o bien en grupos muy grandes, o con extrema precaución. De igual forma, en esta época de enfermedades resurrectas (colera, bilharzia, amibiasis y un pavoroso etcétera), deben buscarse  aquellos que sean demostradamente higiénicos.

domingo, 17 de octubre de 2010

Quinta Carybe

Un homenaje dentro del homenaje. Más por tratar de sacar la relación entre el título del post que por otra cosa, pero mientras lo voy escribiendo, me doy cuenta de lo importante que fue mi casa de soltero para mis aficiones literarias y culinarias. Las literarias no creo que necesiten mayor explicación, pero las culinarias... Voy a tratar de hacerlo esperando que luego me dejen volver a entrar en casa de mi Mamá.

Transcurrían los años setenta en una Caracas que crecía aletargada, aún inconsciente del futuro que se cernía sobre nosotros...

Ajá, ¿Se asustaron? La verdad es que la cosa sí era en algún momento de los setenta, pero no con dimensiones tan épicas. Simplemente, para decirlo "in a nut shell": Mi Mamá se quedó sin Servicio. Como quiera que ya eran otros tiempos, mi progenitora se negó a cargar sobre sus frágiles hombros el peso de ocuparse ella solita de toda la casa.

La solución, mientras no llegaba alguna cachifa que no fuera demasiado cleptómana ó razonablemente floja: Todos los párvulos teníamos que ayudar en la casa. De ahí, más por necesidad que por otra cosa, todos en la familia sabemos cocinar.

Había otra variable de importancia en esta ecuación: En casa gustaban de la buena mesa, por lo que aunque tuviéramos que cocinar, digamos medallones y arroz entonces, conditio sine qua non, tenían que quedar sabrosos.

El arroz blanco (siempre tiene que ser blanco en casa de Gocho que se respete), debía quedar en su punto; ni muy pegajoso, ni muy suelto. Claro, hoy hay unas ollas eléctricas chinas que te quitan toda la diversión porque si te queda el arroz malo con ellas y no es culpa de Cortoelec, entonces es recomendable que uses el Automac.

Atrás quedaron ollas de arroz blanco pegadas, las llamábamos "cotufeadas" (por el característico olor a grano tostado que a veces se siente en los cines) cuando la olla con arroz pasaba más tiempo que el necesario en la estufa, junto con mis ensayos de marinados para la carne que hacían llorar (literalmente: se me iba la mano en la cebolla y el ajo), hasta que comenzamos todos los hermanos en la casa a preparar las cosas con calidad similar.

Pero a fuerza de cocinar todos los días se me fue desarrollando la noción de lo que puede quedar bueno o malo al mezclar ingredientes y la importancia de seguir las recetas, tal como les escribía en alguno de los posts anteriores.

Llegó un momento que se comía tan bien en la casa que no volvimos a los restaurants, ya que cuando lo hacíamos y probábamos los platos, nos mirábamos como diciendo "nos hubiera quedado mejor en casa". Esto, unido con una alergia generalizada al mal servicio, nos alejó por bastante tiempo de los comedores tarifados de la ciudad.

El año que nos graduamos de belle cuisine, fue cuando mis papás cumplieron veinticinco años de casados: La Quinta Carybe se engalanó para la ocasión, y por espacio de un par de semanas preparamos platos realmente interesantes, de los cuales recuerdo unos áspics de cangrejo.

Como leí en algún sitio, la comida es casi siempre una celebración a la vida y como tal merece ser asumida.

viernes, 15 de octubre de 2010

El cuarto (oscuro)

Me acabo de dar cuenta que rompí una de mis reglas no escritas, que era titular las entradas con el orden que fueran saliendo. De esta forma el post anterior debió tener alguna mención a "tercero"... ¡Bueno!, si me aceptan que el título anterior al comenzar con "términos", al menos pegó las tres primeras letras de "tercero", zanjamos la discusión, y podemos ocuparnos de las babiecadas de verdad.

Con hacer dos entradas en menos de una semana espero poder llenar el silencio impuesto por el fin de semana largo, pasado en un sitio sin acceso a la red, y sin ganas de escribir nada.

Esta entrada pretende versar sobre el correcto seguimiento de las recetas y la no menos correcta decisión de comprar ingredientes de calidad al momento de prepararlas. Como podrá apreciar el lector que alguna vez se tope con esto (a veces me siento como en "The Wall"... Is there anybody outhere?), me gusta cocinar, pero no para grandes audiencias, y mucho menos como oficio, porque ahí si que me saldría maluca la comida.

Pues bien, decía que era importante seguir recetas, sobre todo después del surgimiento del Gran Armando Scannone con sus libros escritos con la milimétrica exactitud del ingeniero gourmet. Antes de su primer libro, los libros de recetas venezolanos, o bien estaban redactados para gente que supiera cocinar y se daba por sentado que habían pasos que no era necesario escribirlos, o bien sus autores incurrían en la célebre tremendura criolla de las cocineras de antaño de no mencionar algún ingrediente o proceso para conservar su primacía en la cocina.

Mi Mamá conserva en su casa algunos de estos libros ya quebradizos y amarillos, los cuales tienen en los márgenes anotadas a mano las cantidades o procesos correctos. En contraste, tiene también unos cuadernos que ya parecen protocolos de propiedad inmobiliaria de los años 40, en los que pueden verse escritas con impecable caligrafía de monjas (cuando no fui yo el amanuense, aclaro) las recetas pasadas por tradición familiar, o entregadas por amigos con generosa integridad.

Como algunos sabrán, algo así no ocurría con los libros de recetas americanos, los cuales suelen estar hechos a prueba de bobos, por lo que las recetas salen siempre. Aunque si me lo preguntan, es preciso conseguirse las ediciones de los años 80, porque de ahí en adelante, la técnica culinaria americana ha variado con el advenimiento de la comida ya preelaborada y se hace difícil conseguir algunos ingredientes en nuestros depauperados mercados locales.

Les iba a hablar también de la importancia de escoger los ingredientes correctos, lo cual confieso que es una manía recientemente adquirida, porque antes me importaba poco con qué cocinaba. Ilustro con un ejemplo: yo suelo cocinar risottos (¿se escribirá así?) y lo hacía con arroz casero. Incluso alguna vez me guindé con otro cocinero amateur un poco pedante, quien me regañó por eso. Una de las razones, era que yo pensaba que las cajas de riso arborio que se conseguían acá fueron empacadas cuando mataron a Aldo Moro. Pero alguna vez conseguí una de estas cajas, que eran para mi sorpresa del mismo año, y el resultado final fue de innegable mejor calidad que los anteriores.

Pues bien, ciertamente hay recetas que pueden salir sabrosas con los ingredientes que se tengan, pero si se puede hacer un esfuercito y conseguir los componentes más correctos, seguro la diferencia se va a notar. Claro, como les digo una cosa les digo la otra,  uno se gradúa de cocinero-logrero cuando consigue articular un plato sabroso con lo que tenga en su nevera y despensa un fin de mes sin tener que salir al abasto a completar.

jueves, 14 de octubre de 2010

Términos faramalleros culinarios que odio

En la publicidad de restaurantes, cuando dicen "platillos" se me erizan los pelos. Igual que aquellos que cuando hablan de vinos prefieren usar el término "caldos", como si de la sopa de pollo se tratara. No dudo que alguna vez fuera buen castellano, pero hoy en día se ve tan deslucido como poco ocurrente.

Las personas que usan "platillos" y beben "caldos" seguramente llaman fablistanes a los periodistas, pero creo que eso es materia de otro blog, posiblemente sobre cursilería, aunque habría que decir que "...entre gustos y colores, los míos son los mejores."

Hay términos más modernos que provocan en mi el mismo efecto que los clásicos que acabo de mencionar, como sería el mezclum de lechugas (pero ¿Qué carajo es eso?), las reducciones (de verdad, contra ellas no tengo mayor cosa, pero me fastidia que te las metan en todos los menúes), o las espumas de lo que sean, que, como su nombre lo indica, es puro aire y, como diría mi papá, ¡Pura pérdida!

De otro lado, al igual que Soria, me parece que esos restaurantes de fusión, cuyos cocineros creen estar descubriendo el agua tibia, digamos por ejemplo, mezclando cocina japonesa con italiana, terminan produciendo verdaderos Frankesteins culinarios. Nadie les ha dicho que no es muy sano mezclar cocinas y culturas de varios cientos -cuando no miles- de años y pretender salir impune del choque de trenes.

sábado, 2 de octubre de 2010

Segundo o Segunda

Comienzo con lo que considero un pésimo uso del castellano, producto de un mal entendido feminismo, anglicista muestra de la fútil batalla por la igualdad de género.
En nuestro país ese pseudo vanguardismo lingüístico es además utilizado como bandera de uno de los bandos en disputa, hasta ahora el más poderoso, de donde ha permeado, a partir de nuestra Constitución Nacional, hasta todos los estratos del discurso público.
Pero lo que me molesta no es tanto el tema de que me sienta presenciando algún discurso gubernamental, sino el hecho que como soy naturalmente distraído, al punto que los pies de página me hacen perder el hilo de cualquier idea, con la repetición de conceptos y conceptas, me pierdo doblemente.
Pero ¡Bueno!, no queda otra que seguir adelante...

... y con la distracción del inicio, se me olvidó el tema principal de esta entrada, por lo que voy a tener que parar un momento hasta que mis ideas se acomoden.
Espero volvera en corto tiempo, tan pronto recuerde aquello sobre lo que realmente quería escribir. 

domingo, 26 de septiembre de 2010

Primogénito

(copiado de la página del blog, porque se fue la luz justo antes de que lograra publicarlo)


Gordon Blue es un plato local venezolano: No le quepa a nadie la menor duda. Hago en este día la primera entrada en el blog como un homenaje privado a la capacidad de nuestros cocineros de asimilar y adaptar platos foráneos a las necesidades de sus comensales.
Forma parte de nuestra variopinta oferta culinaria, puesto que me lo he encontrado en muchísimos menúes en restaurantes de carretera. 
Confieso que jamás lo he probado: Siempre hay otro plato que llama mejor mi atención, sobre todo si son pepitonas en algún lugar cerca de San Juan de los Morros.
Pero el nombre, latinización del muy galo "Cordon Bleu", siempre me ha provocado una sonrisa, no necesariamente de chanza, sino como testimonio de que en nuestros países siempre habrá gente dispuesta a preparar platos sabrosos, sin importar cómo los denominemos.
Para honrar el plato, coloco un link a alguna receta del mismo, pero debo hacer la aclaratoria que no lo he preparado nunca: http://www.clagir.com/cocina-facil-y-rapida/cordon-blue-de-pollo/
Nótese que la receta no es necesariamente nuestro "Gordon Blue", pero a juzgar por las entradas y comentarios de lectores, ellos deducen junto conmigo que efectivamente se trata de la misma receta.
Imagino que meteré en el blog algunas ideas culinarias, puesto que me gusta comer sabroso, pero eso no lo tengo tan claro hoy. 
A lo mejor pongo recetas, quizá comentarios sobre restaurantes, pero la crítica aunque parezca constructiva en este país suele pagarse con sangre, así que de momento me sentaré a poner en orden mis ideas y... ¡Como vaya viniendo...!