sábado, 20 de noviembre de 2010

Noveno - Del gusto por lo bueno, del Whisky y el Güiski

Muchas veces me han dicho que en Venezuela se come bien. Como gordo profesional creo que esa aseveración es correcta. Ya les había hablado antes de mi entorno familiar buen diente, pero creo que la cosa es más nacional: Las ganas de comer bien como que nos vienen dadas por el gentilicio.

Pudiera hablar de la mezcla de razas, que indudablemente ha contribuido desde siempre a la fusión de ingredientes en nuestra mesa. Así, todos comemos pasta, al igual que pabellón y tortilla de papas.

Pero debería haber algún otro factor cultural que nosconvirtió a los venezolanos en tan buenos dientes. Se me ocurre que pudieran ser las distintas bonanzas económicas que el país vivió. Porque, aunque nos cueste creerlo, Venezuela se ha derrumbado y construido muchas veces, y con estas construcciones y reconstrucciones van y vienen los gustos, casi siempre siguiendo las tendencias dominantes en el mundo.

De los tiempos de Guzmán Blanco, los venezolanos comenzamos con el gusto por lo afrancesado. ¡Claro! En aquella época lo francés marcaba la pauta en el mundo: París se reinventaba, y todo aquel que la visitaba se enamoraba de ella. Seguramente en esa época llegó a nuestro país el abuelo de nuestro Gordon, "Le Cordon Bleu".

En otra bonanza económica, cuando Gómez, vinieron del norte los primeros adelantos en materia petrolera y el gusto por lo gringo. Llegaron  el Perro Caliente, del que ya les hablé en posts pasados, el chicle y los refrescos, entre otros.

Luego vienen los años de Pérez Jiménez, en los que si le creemos a Boris Izaguirre, comenzó el gusto por el whisky, en especial con agua de coco, también por las construcciones tipo Gio Ponti. Acá se vendía con igual facilidad la mejor champaña y los vehículos más lujosos (esto es rigurosamente cierto: tanto Rolls Royce como Clicot tenían sendas oficinas de representación en Caracas).

Los tiempos de la cuarta tuvieron algunas bonanzas: La que recuerdo con más nostalgia es la de la época del Primer Carlos Andrés, con sus restaurantes famosos, que atesoramos en el recuerdo y el ta barato dame dos. Más tarde llegarían después del ratón ochentoso los extraños noventa, con sus yuppies de la bolsa llenando otros fugaces comedores de lujo y fumando habanos tamaño patas de silla.

En la actual barahúnda bolivariana, sobre todo en los estratos más influyentes, volvió el gusto que para definirlo con justicia, no es por lo necesariamente bueno, pero sí por lo seguramente costoso. Se me viene a la memoria un cuento de una comilona en Francia acompañada con el vino más costoso de la lista, a cuyo nombre llegaron seguramente por el precio.

Y aquí me permito una anécdota personal: En casa había una botella de whisky Swing, que en su época era una marca muy apreciada. Como característica especial, estas botellas no traían la célebre “maraca” con la que los escoceses limitaban nuestra natural y tracalera viveza criolla, simplemente porque se trataba de un producto que no se conseguía acá, sino que se compraba en mercados más civilizados.

Esa botella, largo tiempo vaciado y metabolizado su contenido original, era constantemente rellenada por nosotros con cualquier kerosén que estuviera a la mano, siempre que oliera a güiski (notarán que cuando llamo la bebida de esta forma, lo hago para distinguirla del verdadero licor oriundo de Escocia). Y solíamos sacarla en ocasiones festivas, en las cuales nunca fallaron palabras elogiosas para la humilde mezcla en botella de lujo. Esto me lleva a mi primera doble conclusión; ¡No confíes en güiski sin maraca en Venezuela, y sé parco a la hora de elogiar!  

Pudiera ser materia de otro post el tema de por qué acá nos sentimos seguros cuando el güiski lo tomamos en botellas con maracas, como si los adulteradores no supieran también falsificar estos mecanismos, pero no se si ahí hay materia suficiente como para poder escribir dos páginas completas.

Volviendo al tema de las bonanzas económicas, y a modo de conclusión de este post,  ellas nos dejaron  buenos gustos,  pero en algunas oportunidades estos gustos han sido motor para el relajamiento de los cánones éticos, porque quien ha probado algo muy bueno, difícilmente acepta ser regresado a calidades inferiores.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Octavo. Del hojaldre.

Hemos tenido la fortuna de conocer excelentes pastelerías en Caracas: Danubio, Los Nietos, Mozart, Frisco, por mencionar algunos ejemplos. Esa fantástica inmigración europea que tuvimos a mediados del siglo pasado (algunos de cuyos hijos y nietos han emprendido el salto de regreso por muy explicables razones), nos trajeron el conocimiento y el gusto por productos pasteleros de calidad.
Así como comerse un perro caliente es una labor de equilibrio natural, también comerse una milhoja es una prueba de destreza; porque si intentas darle un mordisco o si le clavas un tenedor, la milhoja presionará el delicado relleno de crema pastelera haciendo que se salga por los lados en clara recordación de olvidadas lecciones de física. Pero, ¿No es acaso ese uno de los placeres de comer milhojas?
Las milhojas se hacen con hojaldre: una masa que para hacerla bien hace falta mucha experiencia. Pareciera que su secreto es el mismo que cuentan en chanza de la cocina francesa: “¡Mantequilla, mantequilla y más mantequilla!
En esta época de internet, es fácil conseguir una receta que parezca funcionar: google me soltó esta que les copio, con la advertencia previa que no la he probado pero luce bastante honesta: http://www.aprender-gratis.tk/hacer-masa-hojaldre.htm 
Con esta masa, que según la receta hay que doblarla ad infinitum y presionarla como testigo reticente, los pasteleros hacen un sánguche de crema dulce y posteriormente cubren la capa superior con azúcar de nevar. Al cortar el producto con instrumentos especializados (pues si usaran cuchillos normales perderían el trabajo), obtienen un resultado geométrico y multicolor que al verlo, te quedas cual perro de Pavlov salivando.
El hojaldre se usa también en recetas calientes, como los vol-au-vent (vulgo, volován): Ese cucurucho de masa que normalmente no es nadie sin la salsa bechamel o los hongos. En las nuevas cocinas, cuyos productos normalmente me hacen alzar las cejas en señal de duda, los hojaldres son utilizados una y otra vez.


El hojaldre lo encontramos también en los strudels, en el lomito Wellington, en los croissants, en las palmeras, ¡Hasta en tequeños!, todas recetas cuyo contenido de grasa las hacen adictivas. Porque es de hacer notar que uno de los secretos de la grasa es que genera una dependencia corporal como si de alguna droga se tratase.

Con esa mezcla de mantequilla, azucar, crema y huevos, es de imaginarse que estas recetas sean blanco fácil de dietistas, gordólogos y demás matasanos, quienes normalmente arrancan su tortura  y ensañamiento prohibiéndonos el consumo de tan deliciosos productos, pues desde ya es importante concluir algo: No parece existir algo así como un hojaldre “light”.