domingo, 12 de diciembre de 2010

Undécimo. Un cuento culinario de navidad

Era la semana antes de la navidad, unos cinco días antes del 24 de diciembre, y la ciudad se movía frenéticamente alrededor de todo aquello que sirviera para celebrar: Compras de regalos, comida, caña, fiestas, etc. 
En nuestra ciudad, el frenetismo puede terminarse abruptamente, como es normal, en cualquiera de los alrededores de los centros comerciales, en donde tienes que desarrollar mentalidad Zen para no parar en loco en las interminables colas de vehículos.
Ese año estrenábamos apartamento en lo alto del cerro, con una flamante cocina en acero y blanco, equipada, entre otras comodidades, con horno eléctrico y unas neveras de buen tamaño. Para darlo a conocer a la familia, queríamos celebrar la navidad en casa. Ya les he hablado antes acerca de la comida como celebración. Pues bien: éste era el caso paradigmático. 
Decidí entonces lucirme preparando un pavo horneado como la tradición indicaba. Pero no podía conseguir cualquier ave comprada en automercado, congelada hacia la época del Primer Bush, por lo que me fui hasta el mercado de Quinta Crespo a buscarla viva.
Para aquel que no lo haya hecho antes, comprar un ave en pie para beneficiarla, en esta época de conciencia ecológica y de vegetarianos militantes que te pueden hacer sentir como una cucaracha por comer cualquier cosa que respire y camine o por vestirte con algo de piel, es toda una experiencia.
La primera impresión que debes superar es ver cara a cara al plato principal y que éste te devuelva la mirada con ansiedad. En mi caso particular, como ya había hecho esto en el pasado con mi papá, superé fríamente la tentación de montar al animal en el carro para  correr a liberarlo; por el contrario, lo mandé con frialdad Doncorleonesca a la trastienda: ¡A que lo beneficiaran!...
Al cabo de un rato, más corto de lo que parece, me devolvieron una bolsa de gran tamaño, con el pavo muerto y desplumado. Para mi grima, el contenido conservaba la temperatura corporal. Cargando cual criminal con mi prueba del delito, me monté en mi carro y enfilé hasta lo alto del cerro para disponer del ave en la nueva cocina.
Había un escollo, no demasiado grande que superar: Nunca en mi vida había preparado pavo horneado, pero ¿Qué tan difícil podía ser? Así que, al grito de quién dijo miedo, subí con mi ave defuncionada - todavía caliente - para aliñarla.
Saqué de la bolsa al pavo e inmediatamente la cocina nueva y flamante se llenó toda de un intenso olor a gallinero, el cual no se quitó hasta pasadas unas tres semanas, lo que me ganó el odio equivalente de mi cónyuge.
Para el aliño del ave, tomé lo que me llamó la atención de todas las recetas que leí, quebrantando uno de mis principios, el de ceñirme con firmeza cartesiana a la receta, pero como se trataba de mi primer pavo quería innovar y lucirme.
De esta manera, mezclé el aliño básico de dos recetas, recuerdo jugo de cebolla y ajos, brandy de otra receta, y  ponerle al ave hojas de laurel en varios sitios, lo que para un animal de ese tamaño, hacía remembrar macabramente a las hojas de parra de las estatuas clásicas. Y una vez bien embadurnada con el aliño, en el molde donde iba a ser horneada, la metí en la nevera a estrenar.
El resultado lógico, es que el olor a gallinero ahora medraba en la nevera, mientras la cocina sólo podía ser exorcizada con intensas aplicaciones de un producto especial para equipos de acero que huele a kerosén, pero eran tiempos desesperados requiriendo medidas equivalentes.
El pavo se maceró hasta el 24 por la mañana, fecha en la cual muy temprano lo saqué de la nevera para que se pusiera a temperatura ambiente. La pobre nevera solo superó el olor con soda del brazo con martillo.
Del relleno recuerdo poco, era de manzana y nueces, pero lo hice agotado por todos los preparativos previos y no conservé la receta, como tampoco tuve la previsión, pese al consejo de mi cuñado, de documentar todo lo que iba haciendo.
El horno trepó modernamente sus grados hasta que estuvo a la temperatura adecuada para recibir su contenido y trabajarlo gracias a los arcanos de la física y química, que según una de mis hermanas es lo que ocurre en todas las cocinas.
Ahora el olor que impregnaba todo el edificio, no era ya el de gallinero, sino la certeza de que mi inspiración al momento de prepararla era correcta: Todos los esfuerzos, sacrificios y accidentes olfativos fueron superados por el enganchante olor de la carne cocida, uno de los más reconfortantes a recordar cuando se es buen diente.
Para hacer la salsa del pavo se raspa el molde, por lo cual no es recomendable utilizar moldes desechables, porque estos simplemente se desarman. Vino tinto y caldo son los ingredientes mágicos. Ahí me di cuenta que durante toda mi vida había desdeñado fantásticas preparaciones por su aspecto: Ese color oscuro, como chamuscado, de niño me daba bastante aversión.
El ave, luego de su estancia en el horno, calculada a razón de alrededor de cuarenta minutos por kilo, salió como un lujoso pavo de película. Mi esposa, reconciliada conmigo al haber transmutado el olor en la cocina por algo más llevadero, me ayudó a decorarlo con los adornos que suelen colocarse en las patas (esos como sombreritos de chef, seguro tienen nombre), y toda una huerta de perejil fresco. 
Ya el final es imaginable. La mesa y la cena quedaron inolvidables, a todas estas, y por mi ya comentada falta de previsión, el pavo quedó como los happenings sesenteros, es decir, irrepetible.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Décimo. Comienza Diciembre

Una verdadera celada gastronómica. Toda la comida de diciembre es tan sabrosa como pesada: Pernil, pavo, ensalada de gallina, pan de jamón, dulce de lechosa, turrón, vino, torta negra, y esa granada fragmentaria que llamamos hallaca. 
Hace tiempo hubo por acá una controversia lingüística, en el mejor estilo bizantino, en que se discutía sobre si el nombre era “hallaca” o “hayaca”.... Igual, el corrector de mi computadora se atraca con las dos palabras, y yo prefiero nombrarla con doble ele.
Muchos venezolanos de mejor prosa que yo han hablado ya de estos singulares platos: Rómulo Betancourt las llamaba “las multisápidas”. Personas con conocimientos de antropología dicen que incluyen elementos de nuestras raíces africanas (masa de maíz), indígenas (envuelta en hojas de plátano) y peninsulares (con guiso y demás adornos). El pabilo no se de dónde vino...
Es interesante el supuesto origen histórico de la hallaca. Pancho Herrera Luque contaba en sus Historietas de la Historia, que habían nacido como castigo a los primeros hacendados en Caracas, por el trato que éstos daban a sus esclavos, a quienes obligaban a comer una masa de escaso valor nutritivo envuelta en hojas de plátano. 
Decía Herrera que el Obispo de la época (él se sabía su nombre, a mi se me olvidó),  forzó a los orgullosos caraqueños a comer lo mismo que sus esclavos durante la Navidad, de forma de que expiasen sus culpas y pasaran por las mismas penurias que sus “colaboradores” en la época del nacimiento del Niño Dios. Según la historia, los caraqueños obedecieron, seguramente atemorizados por el castigo divino, pero a su manera. 
A aquella masa de maíz, ahora preparada con los mejores granos, le pusieron un guiso de primera, y la adornaron con todas las exquisiteces propias de la península: Aceitunas, pasas, alcaparras, encurtidos, pimientos morrones, pedazos de gallina y un largo y apetitoso etcétera. Cumplían así su penitencia, pero controlando las circunstancias. Si la historia es verdad, la cuento para reforzar que como que no hemos cambiado demasiado en cuatrocientos años.
Los ingredientes de las hallacas suelen ser tratados como elementos de seguridad nacional. Como la mayoría de ellos son importados, los gobiernos de todas las épocas han hecho esfuerzos especiales para que nunca falten, sea cual sea la coyuntura económica por la que atraviese el país.  Este año, como muestra, fueron regulados casi todos los precios.
En Caracas para estas fechas pueden conseguirse hallacas en casi todas partes: automercados; tiendas gourmet; preparadas a domicilio; en los restaurantes (donde forman parte de una emboscada denominada “plato navideño”); algunas preparadas con más tino que otras. Pero a mi me gustan las hallacas caseras. 
Cuando hablo de las caseras, me vienen a la memoria muchas cosas. La primera, es que siempre me gustó cómo en mi casa se formaba una correa de producción digna de Henry Ford, en la que todos los miembros de la familia participábamos. Es una celebración preparatoria de la otra, en reunión de familia pero vestidos de faena.
El guiso se hace picando como ocho kilos de carne y cochino, treinta ajo porros y cualquier otra cantidad de aderezos, entre los que me viene a la cabeza tomate y vino moscatel. 
En mi infancia, la prueba de fuego para el guiso era mi bisabuela, ya ciega y en silla de ruedas, pero con una sazón irrepetible, quien daba el visto bueno o decía qué otro aliño meterle. Yo era el encargado de llevar la muestra, muy posiblemente porque como era niño, me mantenía alejado de la cocina aunque fuera por un rato.
Paralelamente puede hacerse la limpieza, secado y clasificación de las hojas de plátano previamente ahumadas. Imagino que para que se conserven verdes por más tiempo y para darle ese saborcito especial, como la comida que se saca de una lonchera asoleada.
La masa no es simplemente harina de maíz blanco “pilado”. Tiene varios secretos, entre los que se cuenta amasarla con caldo de gallina, aceite onotado y pimentón licuado, para que la masa sea trabajable y no se parta con la invasión de ingredientes que se le viene encima.
Acá se arma la verdadera cadena de producción: En una mesa, la más larga que se consiga, se colocan los ingredientes en platos separados, una olla enorme con el guiso presidiendo la asamblea, la masa repartida en bolas y toda la fuerza laboral dispuesta a participar en el proceso, que se describe a continuación.
Se toma una hoja grande y cuadrada, previamente untada con aceite onotado, se le aplasta encima una bola de masa de la mejor forma posible; bien sea a mano, con una cuchara o con alguna de las prensas especiales de hacer empanadas que se consiguen en Guayana. 
Una vez que se tiene la masa en circulo, con un grosor de aproximadamente tres milímetros, se le pone encima una porción de guiso y todos los adornos que se tengan, a menos  que haya miembros mañosos en la familia que no coman algo, a quienes por lo tanto se les prodiguen preparaciones especiales que luego deberán ser reconocidas, de la forma que se explicará más adelante.
La masa, ya con todo adentro, se cierra como si fuera una empanada, doblándose la hoja con la mayor delicadeza y envolviéndose en hojas adicionales (llamadas tapas y fajas). Posteriormente se amarran con pabilo. Acá, como decía antes, las jefas de familia inventan todo un código de pabilos para distinguir las hallacas “especiales”; por ejemplo, tres cuerdas  cruzando la parte ancha son las de Heliodoro, que no le gustan las pasas; las que están amarradas con hilo rojo, son del Tío Pancho, que no come gallina, y asi...
Como si se tratara de una tesis de grado, cuando las hallacas están amarradas, equivale al momento en que se han escrito todos los capítulos en la computadora, y se tienen que imprimir: Uno cree que ya terminó, pero no... Normalmente sucede al final de la jornada, tarde en la noche y cansados al extremo. 
Es un detalle importante resaltar que en este momento las hallacas están crudas y, según un dicho popular, son extremadamente peligrosas. Hay que hervirlas en agua no muy salada por algún tiempo. Por el cansancio, parecen varias horas. Ya en ese momento la casa huele de una forma difícil de explicar. Tal vez lo más parecido es cuando en una oficina varias personas calientan distintos almuerzos en el microondas, mezclándose los olores.
Ya preparadas las hallacas son bastante duraderas. Pueden estar en la nevera las cuatro semanas de la temporada navideña y congeladas varios meses más. Normalmente deben tratarse con respeto si han estado congeladas por más de diez meses.
Las hallacas tienen un detalle final muy particular. Como combinan tantos ingredientes y sabores, puede comerse un número limitado de ellas en toda la temporada navideña antes de terminar totalmente empachado. Mi número personal es cuatro... Claro que puedo comer más, pero ya con menos entusiasmo.