domingo, 31 de octubre de 2010

Séptimo severo. Del Café

Los latinoamericanos nos encanta el café. Como descendientes que somos de los moros, quienes lo trajeron al Sur de España, directo de algún lado de Arabia en los tiempos de Al-Andalus.
Desde las tecnológicas maquinitas que ahora se venden con cápsulas que parecen de ciencia ficción, hasta el jugo de paraguas que eufemísticamente llaman “café americano”. Todo forma parte de un mismo culto.
Siempre me ha intrigado del café la forma cómo se llegó a él. Valoro la inventiva de nuestros antepasados al tomar la semilla de una fruta que al parecer no sirve para más nada, tostarla, molerla y finalmente pasar ese polvillo por agua caliente para producir una infusión.
Los italianos hicieron un aporte capital a esta cultura cafetera con las máquinas expreso. El nombre, según los programas historiosos del cable, parece venir de una persona que vio funcionar a la primera máquina y la comparó con una locomotora. 
Las máquinas expreso formaron desde ese entonces parte fundamental de unas tiendas, en los que además se acompañaba la infusión con algún producto de pastelería. Óptimos para meriendas y desayunos, y también para encuentros un poco más rápidos, menos formales que los restaurantes. ¿El nombre de las tiendas? ¡Cafés!
En nuestro país, aunque siempre ha habido excelentes cafés, también las máquinas expreso encontraron buen uso en las panaderías, regentadas la más de las veces por portugueses. Sobre las panaderías luso-venezolanas es mucho lo que se puede decir, por lo que me reservo elaborar sobre el tema en un próximo post.
Dentro de la tecnología cafetera y como humilde antecesor de las máquinas nos encontramos a la media o manga de colar. Todos conocemos ese cedazo en el cual se coloca el café molido para pasarle el agua hirviendo. Pero también conocemos a sus primos ricos, que son las máquinas que acá en algún momento se llamaron “Melittas”, las cuales traían sus propios filtros de papel. 
Estas últimas forman parte de la vida media corporativa (los chivos ya cuentan con versiones reducidas de las máquinas expreso), con  sus versiones de filtro recambiable o filtro perenne, y característico sabor a cenicero cuando la infusión ya tiene tiempo en la jarra sobre la parte de la máquina que lo mantiene caliente. 
Uno de los secretos mejor guardados para evitar este sabor, es poniendo monedas entre la superficie y la jarra. Acá solemos usar piezas ya desmonetizadas, como los “bolos” o los “fuertes”, pero,  si alguna vez Usted se topa con unas monedas en la hornilla de la cafetera, ¡Haga el favor de dejarlas ahí! Aunque le puedan hacer falta para completar el pago del estacionamiento, todos los cafeteros de la oficina se lo vamos a agradecer. 
Mención final dentro de esta industria lo tienen las cadenas de cafés. A mi entender, lograron algo muy bueno al globalizar el gusto por el buen café. Pero francamente asustan los tobos de expreso que pueden llegar a meterse los gringos: Si yo lo hiciera, pasaría varias noches sin poder dormir. 

Igual, con la faramallería con que los occidentales de cierta cultura actuamos, estas tiendas han servido de foros para dar a conocer los buenos productos, muchos de los cuales provienen de nuestra Latinoamérica.

sábado, 23 de octubre de 2010

Sexto. De los Asquerositos

Un amigo italiano se burlaba de nosotros los venezolanos, porque según él, llamábamos a los perros calientes de la misma forma que en inglés, pero traducido verbalmente. No se como les dirán en Italia, presumo que “Ot-dogga”, pues ellos tienen una limitación gutural nata hacia lo que signifique el sonido de la jota como primera consonante.
En Venezuela los perros , comúnmente conocidos como  “asquerositos”, pueden comprarse en carros en la calle. Estos carros son como los hijos perdidos de la locomotora a vapor, puesto que necesitan agua para poder funcionar y se mantiene caliente mediante una cocina a gas con bombona, por lo que suelen verse humeando en las distintas calles de Caracas.
Los perros criollos están a buena distancia de aquellos robustos frankfurters que pueden comerse en cualquier calle de los Estados Unidos, en los que la salchicha realmente sabe a vaca. En nuestro perro, las salchichas de color verdoso flotan en un agua amarillenta y los panes se sacan de una nube de vapor también de color amarillento. 
Es edificante presenciar el momento del ensamblaje del perro, en el cual el “perrero” alterna rítmicos golpes al carrito, usando la tenaza metálica que es fundamental para su  trabajo, mientras saca primero el pan blando de estar tanto tiempo vapor, lo coloca en un papel semi parafinado que jamás podrá servirnos de servilleta, abre el pan con el pulgar de la mano con que lo sostiene y luego le coloca la salchicha.
Tradicionalmente le pone luego cebolla y repollo, ambos sin cocinar, papas ralladas fritas y también puede espolvorearle encima al perro algún aserrín blancuzco aromatizado como queso. Puede entonces aderezar el perro, además de con las tres salsas tradicionales (ketchup, mayonesa y mostaza), con gran variedad de salsas. Según la fama del “perrero” mayor será la variedad. Así, las más comunes son de ajo, de cebolla, rosada, una verdosa que puede saber a cilantro, y picantes de distintos tipos. 
Pero me doy cuenta que la descripción pudiera ahuyentar a cualquier neófito escrupuloso y es de vital importancia apuntar, que a pesar de la fidelidad de todas las descripciones a la realidad, los asquerositos son de las cosas más sabrosas que he probado en mi vida.
En infinidad de ocasiones he intentado reconstruir la receta del perro callejero en predios domésticos, sin que los resultados sean del todo satisfactorios: nunca saben igual. Supongo que como honrosa excepción a la regla de los buenos ingredientes que esbozé en alguno de los posts anteriores. 
Algún amigo en pasos similares llegó a alquilar un carrito para realizar los mismos experimentos y me dijo que lo único que le había faltado hacer era llenar los carritos con el agua usada del tobo del coleto y preparar los perros con el carro andando al lado botándole el humo de escape al preparado.
No se realmente si tales circunstancias de contaminación e ingredientes de dudosa calidad llegan a contribuir con el sabor de los perros de la calle, o si es el gusto por lo peligroso, pero, como les dije arriba su sabor es excepcional.
Visto lo precario del preparado, es cosa segura que al pegarle al perro el primer mordisco, el aderezo vaya a parar en nuestra camisa, corbata o zapatos. Para evitar esto se ha desarrollado la conocida técnica de pararse en “posición de comer perro caliente”, algo parecido a la forma como los catchers se acuclillan, de forma tal de esperar lo inevitable sin perder el glamour. Otras personas prefieren inclinarse sobre los cubos de basura que abundan alrededor de los carritos, pero personalmente esto lo encuentro un poco ahuyentador del apetito.
Los perreros son sitios de encuentro, sobre todo a la salida de fiestas si el obsequio ha sido exiguo o si en ellas nos concentramos en cosas distintas a comer. Lamentablemente con la inseguridad, estos negocios callejeros deben ser frecuentados, o bien en grupos muy grandes, o con extrema precaución. De igual forma, en esta época de enfermedades resurrectas (colera, bilharzia, amibiasis y un pavoroso etcétera), deben buscarse  aquellos que sean demostradamente higiénicos.

domingo, 17 de octubre de 2010

Quinta Carybe

Un homenaje dentro del homenaje. Más por tratar de sacar la relación entre el título del post que por otra cosa, pero mientras lo voy escribiendo, me doy cuenta de lo importante que fue mi casa de soltero para mis aficiones literarias y culinarias. Las literarias no creo que necesiten mayor explicación, pero las culinarias... Voy a tratar de hacerlo esperando que luego me dejen volver a entrar en casa de mi Mamá.

Transcurrían los años setenta en una Caracas que crecía aletargada, aún inconsciente del futuro que se cernía sobre nosotros...

Ajá, ¿Se asustaron? La verdad es que la cosa sí era en algún momento de los setenta, pero no con dimensiones tan épicas. Simplemente, para decirlo "in a nut shell": Mi Mamá se quedó sin Servicio. Como quiera que ya eran otros tiempos, mi progenitora se negó a cargar sobre sus frágiles hombros el peso de ocuparse ella solita de toda la casa.

La solución, mientras no llegaba alguna cachifa que no fuera demasiado cleptómana ó razonablemente floja: Todos los párvulos teníamos que ayudar en la casa. De ahí, más por necesidad que por otra cosa, todos en la familia sabemos cocinar.

Había otra variable de importancia en esta ecuación: En casa gustaban de la buena mesa, por lo que aunque tuviéramos que cocinar, digamos medallones y arroz entonces, conditio sine qua non, tenían que quedar sabrosos.

El arroz blanco (siempre tiene que ser blanco en casa de Gocho que se respete), debía quedar en su punto; ni muy pegajoso, ni muy suelto. Claro, hoy hay unas ollas eléctricas chinas que te quitan toda la diversión porque si te queda el arroz malo con ellas y no es culpa de Cortoelec, entonces es recomendable que uses el Automac.

Atrás quedaron ollas de arroz blanco pegadas, las llamábamos "cotufeadas" (por el característico olor a grano tostado que a veces se siente en los cines) cuando la olla con arroz pasaba más tiempo que el necesario en la estufa, junto con mis ensayos de marinados para la carne que hacían llorar (literalmente: se me iba la mano en la cebolla y el ajo), hasta que comenzamos todos los hermanos en la casa a preparar las cosas con calidad similar.

Pero a fuerza de cocinar todos los días se me fue desarrollando la noción de lo que puede quedar bueno o malo al mezclar ingredientes y la importancia de seguir las recetas, tal como les escribía en alguno de los posts anteriores.

Llegó un momento que se comía tan bien en la casa que no volvimos a los restaurants, ya que cuando lo hacíamos y probábamos los platos, nos mirábamos como diciendo "nos hubiera quedado mejor en casa". Esto, unido con una alergia generalizada al mal servicio, nos alejó por bastante tiempo de los comedores tarifados de la ciudad.

El año que nos graduamos de belle cuisine, fue cuando mis papás cumplieron veinticinco años de casados: La Quinta Carybe se engalanó para la ocasión, y por espacio de un par de semanas preparamos platos realmente interesantes, de los cuales recuerdo unos áspics de cangrejo.

Como leí en algún sitio, la comida es casi siempre una celebración a la vida y como tal merece ser asumida.

viernes, 15 de octubre de 2010

El cuarto (oscuro)

Me acabo de dar cuenta que rompí una de mis reglas no escritas, que era titular las entradas con el orden que fueran saliendo. De esta forma el post anterior debió tener alguna mención a "tercero"... ¡Bueno!, si me aceptan que el título anterior al comenzar con "términos", al menos pegó las tres primeras letras de "tercero", zanjamos la discusión, y podemos ocuparnos de las babiecadas de verdad.

Con hacer dos entradas en menos de una semana espero poder llenar el silencio impuesto por el fin de semana largo, pasado en un sitio sin acceso a la red, y sin ganas de escribir nada.

Esta entrada pretende versar sobre el correcto seguimiento de las recetas y la no menos correcta decisión de comprar ingredientes de calidad al momento de prepararlas. Como podrá apreciar el lector que alguna vez se tope con esto (a veces me siento como en "The Wall"... Is there anybody outhere?), me gusta cocinar, pero no para grandes audiencias, y mucho menos como oficio, porque ahí si que me saldría maluca la comida.

Pues bien, decía que era importante seguir recetas, sobre todo después del surgimiento del Gran Armando Scannone con sus libros escritos con la milimétrica exactitud del ingeniero gourmet. Antes de su primer libro, los libros de recetas venezolanos, o bien estaban redactados para gente que supiera cocinar y se daba por sentado que habían pasos que no era necesario escribirlos, o bien sus autores incurrían en la célebre tremendura criolla de las cocineras de antaño de no mencionar algún ingrediente o proceso para conservar su primacía en la cocina.

Mi Mamá conserva en su casa algunos de estos libros ya quebradizos y amarillos, los cuales tienen en los márgenes anotadas a mano las cantidades o procesos correctos. En contraste, tiene también unos cuadernos que ya parecen protocolos de propiedad inmobiliaria de los años 40, en los que pueden verse escritas con impecable caligrafía de monjas (cuando no fui yo el amanuense, aclaro) las recetas pasadas por tradición familiar, o entregadas por amigos con generosa integridad.

Como algunos sabrán, algo así no ocurría con los libros de recetas americanos, los cuales suelen estar hechos a prueba de bobos, por lo que las recetas salen siempre. Aunque si me lo preguntan, es preciso conseguirse las ediciones de los años 80, porque de ahí en adelante, la técnica culinaria americana ha variado con el advenimiento de la comida ya preelaborada y se hace difícil conseguir algunos ingredientes en nuestros depauperados mercados locales.

Les iba a hablar también de la importancia de escoger los ingredientes correctos, lo cual confieso que es una manía recientemente adquirida, porque antes me importaba poco con qué cocinaba. Ilustro con un ejemplo: yo suelo cocinar risottos (¿se escribirá así?) y lo hacía con arroz casero. Incluso alguna vez me guindé con otro cocinero amateur un poco pedante, quien me regañó por eso. Una de las razones, era que yo pensaba que las cajas de riso arborio que se conseguían acá fueron empacadas cuando mataron a Aldo Moro. Pero alguna vez conseguí una de estas cajas, que eran para mi sorpresa del mismo año, y el resultado final fue de innegable mejor calidad que los anteriores.

Pues bien, ciertamente hay recetas que pueden salir sabrosas con los ingredientes que se tengan, pero si se puede hacer un esfuercito y conseguir los componentes más correctos, seguro la diferencia se va a notar. Claro, como les digo una cosa les digo la otra,  uno se gradúa de cocinero-logrero cuando consigue articular un plato sabroso con lo que tenga en su nevera y despensa un fin de mes sin tener que salir al abasto a completar.

jueves, 14 de octubre de 2010

Términos faramalleros culinarios que odio

En la publicidad de restaurantes, cuando dicen "platillos" se me erizan los pelos. Igual que aquellos que cuando hablan de vinos prefieren usar el término "caldos", como si de la sopa de pollo se tratara. No dudo que alguna vez fuera buen castellano, pero hoy en día se ve tan deslucido como poco ocurrente.

Las personas que usan "platillos" y beben "caldos" seguramente llaman fablistanes a los periodistas, pero creo que eso es materia de otro blog, posiblemente sobre cursilería, aunque habría que decir que "...entre gustos y colores, los míos son los mejores."

Hay términos más modernos que provocan en mi el mismo efecto que los clásicos que acabo de mencionar, como sería el mezclum de lechugas (pero ¿Qué carajo es eso?), las reducciones (de verdad, contra ellas no tengo mayor cosa, pero me fastidia que te las metan en todos los menúes), o las espumas de lo que sean, que, como su nombre lo indica, es puro aire y, como diría mi papá, ¡Pura pérdida!

De otro lado, al igual que Soria, me parece que esos restaurantes de fusión, cuyos cocineros creen estar descubriendo el agua tibia, digamos por ejemplo, mezclando cocina japonesa con italiana, terminan produciendo verdaderos Frankesteins culinarios. Nadie les ha dicho que no es muy sano mezclar cocinas y culturas de varios cientos -cuando no miles- de años y pretender salir impune del choque de trenes.

sábado, 2 de octubre de 2010

Segundo o Segunda

Comienzo con lo que considero un pésimo uso del castellano, producto de un mal entendido feminismo, anglicista muestra de la fútil batalla por la igualdad de género.
En nuestro país ese pseudo vanguardismo lingüístico es además utilizado como bandera de uno de los bandos en disputa, hasta ahora el más poderoso, de donde ha permeado, a partir de nuestra Constitución Nacional, hasta todos los estratos del discurso público.
Pero lo que me molesta no es tanto el tema de que me sienta presenciando algún discurso gubernamental, sino el hecho que como soy naturalmente distraído, al punto que los pies de página me hacen perder el hilo de cualquier idea, con la repetición de conceptos y conceptas, me pierdo doblemente.
Pero ¡Bueno!, no queda otra que seguir adelante...

... y con la distracción del inicio, se me olvidó el tema principal de esta entrada, por lo que voy a tener que parar un momento hasta que mis ideas se acomoden.
Espero volvera en corto tiempo, tan pronto recuerde aquello sobre lo que realmente quería escribir.