martes, 8 de marzo de 2011

De la sobremesa

Algún médico gordólogo de los tiempos de mi infancia hizo famosa una dieta cuyo desayuno era una toronja, una rebanada de pan y un huevo tibio. Tenía almuerzos y cenas igual de magros y amargantes, para luego recomendar con letras gruesas “No hacer sobremesa”.
Aquella fue la primera vez que supe de la palabra, al verla en la dieta mecanografiada, que seguro aún debe estar en una de las gavetas del comedor de la casa de mis padres, gavetas que siempre han olido a remedio, anís estrellado y tela almidonada.
No es que antes no supiera el concepto de la sobremesa; estaba acostumbrado a ella desde los almuerzos familiares dominicales en casa de mis abuelos, pero no sabía que se llamaran así.
Constituye una práctica cada día más en desuso, máxime si tu cónyuge es una maniática de la limpieza que brinca como accionada por un resorte tan pronto se toma uno el cafe, para empezar a recoger, lavar y ordenar. Pero también se ha abandonado por la era de la velocidad e inmediatez.
Si por ejemplo estás en un restaurante, muy probablemente haya gran cantidad de comensales hambrientos esperando que la mesa se desocupe, junto con todos los operarios del local preocupados en las ganancias o las propinas del día, por lo que tendrás que levantarte de la mesa prontamente. También, aunque comas en la intimidad del hogar, deberás correr, si tienes un horario limitado para almorzar en el trabajo.
La sobremesa, como práctica de otra época, tiene su magia. Es el momento en que los comensales, ya saciada el hambre, se quedan un rato alrededor de la mesa conversando. Es un momento tremendamente familiar e íntimo, en donde se comparten alegrías, logros, y puede resolverse alguna que otra controversia entre parientes.