martes, 29 de diciembre de 2015

¡Gente de Paz!

Imagen obtenida en http://crosstippedchurches.blogspot.com/2013/12/gloria-in-excelsis-deo.html, todas las imágenes son copyright (c) 2008-2013 Russ Martin
 
Cuando era pequeño podía oírlo responder tras la puerta anunciándose, “¡Gente de Paz!”: Se trataba de un viejito muy amable y educado que pasaba todas las semanas por casa a pedir limosna.

Con lo que uno le diera se iba agradecido recitando bendiciones. Estoy seguro que a través de él conocí la fuerza de la humildad y que una palabra amable, además de ser gratuita, abre múltiples  puertas.

En esta época en que celebramos la navidad, debemos recordar el saludo de los ángeles “Gloria a Dios en las alturas y Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.

Es preciso ser gente de paz. Pero no solamente de la boca para afuera.

Debemos fomentarla en nuestras familias y entornos más íntimos, para luego pasar al resto de nuestra cotidianidad, fundamentalmente donde más haga falta: en la calle, en las colas, en los bancos y póngale Ud. el etcétera.

Para Gordon fue un año  agridulce: Significó un resucitar de un largo e injustificado silencio. Pero no hubo constancia en las publicaciones, por lo que el pobre se quedó un poco tibio.

Como siempre, busco exorcizar la nostalgia que deja un silencio provocado por múltiples razones, siendo la más grave la pérdida de uno de sus más fieles lectores: mi Tío Salva.

Para no salirme del tema central de este blog, estoy descongelando un pavo para el fin de año. Esta vez no lo compré vivo, pero tengo la esperanza que me quede igual o mejor que el de mi cuento navideño.

No estoy seguro si este va a ser el último post del año, pero por si acaso les deseo a los amables lectores todo lo mejor para 2016, el cual ya comienza con más esperanza que años anteriores.

domingo, 30 de agosto de 2015

Mandarinas al descubierto




Toda la vida creí que eran buenas, con su aroma peculiar y su facilidad para mondarse y comerse, pero hete aquí que no. 

Las mandarinas tienen doble agenda, y lo pienso demostrar en las líneas que siguen, si no me terminan internando en Bárbula.

Todo el mundo las quiere: son refrescantes y dulces en la mayoría de los casos, pero son frutas malvadas.

Cuando las pelas para comértelas te dejan su olor peculiar en los dedos por el resto de la tarde.

Sus pelos, blancos y amargos, hacen que muchas veces haya que quitárselos a los gajos para no arruinar el sabor de la fruta.

Aunque la pulpa pueda saber dulce en la mayoría de los casos te deja en el paladar su sabor amargo.

Si la empleas para cocinar, aplicará su maldición amarga a todo lo que intentes ponerle como ingrediente: En el único sitio donde pueden quedar bien es en ensaladas y luego de quitarles los pelos.

Si haces jugo con ellas, nunca va a quedar igual de sabroso que cuando te la comes al natural.

Y cuando se te olvidan en la nevera, luego de muchas semanas, piensas que estarán frescas, pero cuando las peles, descubrirás que sus gajos han cambiado de color y están duros y secos.

¿No es todo eso pura maldad?

Etiqueta



“Basta dirigir una mirada al firmamento, o a cualquiera de las maravillas de la creación,  y  contemplar  un  instante  los  infinitos  bienes  y  comodidades  que  nos ofrece la tierra, para concebir desde luego la sabiduría y grandeza de Dios y todo lo que debemos a su amor, a su bondad y a su misericordia.”
Manuel Antonio Carreño – Manual de Urbanidad y Buenas Maneras





Pasó Julio completico y no llegó el ansiado, autoprometido, artículo del mes. Como el resto del casi año que transcurrió previamente, ideas no faltaron. Pero para poder acomodarlas con orden se requiere cierta voluntad, la cual es constantemente bombardeada por mi afecto a la procastinación.

Quería hablar de la etiqueta en la mesa como parte integrante de una buena velada, y lo hago con cierto apremio, porque puede salírseme el mantuano. De antemano debo comenzar por pedir disculpas si ofendo a alguien.

Dicen que los ingleses inventaron la etiqueta en la mesa para contrarrestar la calidad de su comida, pues antes que ellos dominaran el mundo a finales del Siglo XIX, la gente podía comer más o menos con los modales con que se le diera la gana. Como todas las entradas previas en este blog, esta afirmación no tiene forma de demostrarse, pero ¡Qué caray!

Por etiqueta entendemos la suma de las buenas costumbres, modales y educación en el momento de comer. Por ejemplo, saber con cuál cubierto se comienza a comer cuando la mesa está puesta al estilo Downton Abbey, o cuál copa emplear, hasta cómo sentar a los invitados en la mesa. También está el comer sin hacer ruidos o sosteniendo adecuadamente los cubiertos, además de cómo vestir en la mesa.

Podrá apreciar el amable lector que la vida moderna ha difuminado mucha de la gloria que tuvieron las grandes mesas de finales del siglo antepasado y comienzos del pasado. La falta de tiempo y la globalización han atentado contra el lado social de la  celebración culinaria.

No se come con modales solamente para agradar a nuestras madres, quienes invirtieron buena parte de su juventud en domesticar salvajes. Termina siendo un gesto de civilidad, por el cual se le regala al comensal amigo o anfitrión de una buena velada el no mostrarle lo que estamos comiendo mientras lo hacemos.

Y nuestra Venezuela parece tener mucho que ver con la codificación de las buenas costumbres para amansar salvajes. Una especie de etiqueta para Dummies,
pero escrito hace ya siglo y medio.

Manuel Antonio Carreño según puede obtenerse en Wikipedia

Siempre me ha llamado la atención que un libro conocido en toda Hispanoamérica por ser un compendio de buenas virtudes no solamente en la mesa, el famoso manual de Carreño, haya sido escrito por un venezolano,  para más señas, padre de la más famosa y universal venezolana de todos los tiempos: la pianista Teresa Carreño.

En casa la admiración y desdén por el libro vivían entremezclados, recuerdo siempre a Anita recitando con voz de presentación de salón de clase las primeras líneas del libro con que abro este post de hoy.

Sorprende desde siempre la preocupación y esfuerzo de nuestros ancestros por recuperar la civilidad destrozada durante la guerra, o por unificar los modales en una era de globalización forzada por la migración: Que este libro universal se haya escrito en un país depauperado y diezmado no nos debe pasar desapercibido en estos días en que creemos que no hay solución a nuestros problemas.

domingo, 7 de junio de 2015

De Oler A Frito

Recreación de una celebración de tiempos de Enrique VIII según puede verse en
La semana pasada Carolina Jaimes publicó un artículo muy interesante en el que criticaba a aquellas personas que se arropan más de lo que la cobija les alcanza y me pareció interesante variar un poco sobre el tema.
No comparto el criterio de la autora. Sobre todo porque me parece que parte de una crítica a alguien que fue donde ella buscando consuelo pero obtuvo la rotunda revelación que sus cuitas se originaban por su condición de huelefrito.
Encuentro que el mote, incluso en el contexto creado por la autora, tiene una excesiva carga de clasismo, como queriendo decir que sólo aquellos con medios de fortuna son los que pueden dar una fiesta. Intentaré explicarme más abajo.
Por supuesto que el ejemplo que colocó la autora de unos padres rematados por haber sufragado con una hipoteca de su vivienda la boda fallida de la hija es el culmen de la mentecatez, y uno no puede dejar de darle la razón. Pero, compartiendo uno de los comentarios de lectores que leí al pie, no parece un caso muy veraz.
Se me vino a la mente que hay veces que estirar la cobija más de lo que esta da parece funcionar. Son ejemplos históricos los de Fouquet botando la casa por la ventana, aún empeñando hasta el modo de caminar, para celebrar no se qué de Luis XIV; o Bolena, montando una recepción a todo trapo con dinero con el que no contaba, para que Enrique VIII se fijara en las bondades de sus hijas.
Ambos ejemplos quizá le dan la razón a la autora que hoy apostillo, sobre todo por la forma como terminaron los anfitriones. Pero no cabe duda que en su momento les dieron no pocos réditos, pues llegaron a encumbradas posiciones, aunque luego no pudieran, o no supieran, mantenerse en ellas.
Volviendo a aquello de oler a frito, el mote siempre ha sido despectivo. Al freír siempre se desprende un fuerte olor producido por las partículas de grasa que se volatilizan y que las modernas campanas se afanan - casi siempre sin éxito - en atajar.
En tiempos más antiguos no existían estos artilugios purificadores, por lo que quien freía o simplemente estuviera cerca de los fogones, salía hediondo a grasa, un olor que sobre todo se pega a la ropa (cuando vamos a ciertos viejos restaurantes suele ocurrirnos algo parecido).
Obviamente los señoritos de la casa no tenían por qué portar por las cocinas. Eso era tarea de sirvientes. Podían entonces distinguirse unos de otros sin mayores dificultades por el simple olor que desprendían: Unos a perfume, otros a frito. He aquí por qué el mote me sonó tremendamente clasista, aunque puedo entender el contexto en el que la autora lo empleó.
Entrando en las celebraciones modernas, y habiendo estado en esos zapatos por ser padre de graduadas de bachiller, debo terciar no por la señora del cuento, sino por todos quienes formamos la maltrecha clase media venezolana.
Salirse de una celebración comunitaria venezolana a meses de producirse, es equivalente a hacer no show en un crucero: simplemente pierdes esos reales, que en muchos casos han sido ya gastados.
Como casi todo lo que era cotidiano, la subida permanente de los precios ahora parece ser parte de un proceso de extorsión: las cosas cuestan más caro de un momento a otro, por lo que si las quieres tienes que pagar, y no vale, por más que uno quiera, decir que las cosas han cambiado por la crisis y no se debe celebrar. Simplemente es como un parto: no hay manera alternativa de salir de él si no es con el muchachito a cuestas.
De otro lado, aunque parezca cierto que graduarse de bachiller hoy en día pueda no ser nada relevante, se trata quizá de la culminación del proceso continuo más prolongado que pudiéramos llegar a tener en nuestras vidas. No pocas personas - aún en estos tiempos - se gradúan únicamente de bachiller, por lo que no celebrarlo puede llegar a ser mezquino.
Por último, y quizá sea esta la verdadera razón de mi respuesta, como alumno de los tiempos de la teología de la liberación, mi infancia y mocedad estuvieron marcados por una acérrima crítica a cualquier arrocito, pues ello significaba que éramos vacuos celebrantes mientras decenas vivían en condiciones de extrema pobreza , e incluso morían de hambre.
Se trata de una posición que ha sido mimetizada una y otra vez, sobre todo en nuestra oposición endofágica, que suele culparse por derrotas reales e imaginarias más de la cuenta, y que ha llegado al absurdo de abjurar de las celebraciones de pascua, carnavales y demás, porque lo que se tiene que hacer es luchar contra el régimen sin descanso.
Igual pasa con esto de celebrar mientras haya gente pobre o injusticias en la vida. De ser esto así, entonces deberíamos estar todos haciendo penitencia poniéndonos ceniza en la cabeza permanentemente, pues la brecha entre ricos y pobres no hace sino ampliarse.
No debe uno nunca dar la espalda a quien sufre necesidades, de eso no hay duda. Pero suponer que porque celebra deja uno de pensar en quienes no tienen, o peor aún, sea responsable de su estado, incluso del gobierno que se tiene, es ya ir muy lejos. La preocupación por lo social y el celebrar sanamente deben poder coexistir sin tanto rollo.