Recreación de una celebración de tiempos de Enrique VIII según puede verse en
La semana pasada Carolina Jaimes publicó un artículo muy
interesante en el que criticaba a aquellas personas que se arropan más de lo
que la cobija les alcanza y me pareció interesante variar un poco sobre el
tema.
No comparto el criterio de la autora. Sobre todo porque me parece que
parte de una crítica a alguien que fue donde ella buscando consuelo pero obtuvo
la rotunda revelación que sus cuitas se originaban por su condición de
huelefrito.
Encuentro que el mote, incluso en el contexto creado por la autora,
tiene una excesiva carga de clasismo, como queriendo decir que sólo aquellos
con medios de fortuna son los que pueden dar una fiesta. Intentaré explicarme
más abajo.
Por supuesto que el ejemplo que colocó la autora de unos padres
rematados por haber sufragado con una hipoteca de su vivienda la boda fallida
de la hija es el culmen de la mentecatez, y uno no puede dejar de darle la
razón. Pero, compartiendo uno de los comentarios de lectores que leí al pie, no
parece un caso muy veraz.
Se me vino a la mente que hay veces que estirar la cobija más de lo que
esta da parece funcionar. Son ejemplos históricos los de Fouquet botando la casa
por la ventana, aún empeñando hasta el modo de caminar, para celebrar no se qué
de Luis XIV; o Bolena, montando una recepción a todo trapo con dinero con el
que no contaba, para que Enrique VIII se fijara en las bondades de sus hijas.
Ambos ejemplos quizá le dan la razón a la autora que hoy apostillo,
sobre todo por la forma como terminaron los anfitriones. Pero no cabe duda que
en su momento les dieron no pocos réditos, pues llegaron a encumbradas
posiciones, aunque luego no pudieran, o no supieran, mantenerse en ellas.
Volviendo a aquello de oler a frito, el mote siempre ha sido despectivo.
Al freír siempre se desprende un fuerte olor producido por las partículas de
grasa que se volatilizan y que las modernas campanas se afanan - casi siempre
sin éxito - en atajar.
En tiempos más antiguos no existían estos artilugios purificadores, por
lo que quien freía o simplemente estuviera cerca de los fogones, salía hediondo
a grasa, un olor que sobre todo se pega a la ropa (cuando vamos a ciertos
viejos restaurantes suele ocurrirnos algo parecido).
Obviamente los señoritos de la casa no tenían por qué portar por las
cocinas. Eso era tarea de sirvientes. Podían entonces distinguirse unos de
otros sin mayores dificultades por el simple olor que desprendían: Unos a
perfume, otros a frito. He aquí por qué el mote me sonó tremendamente clasista,
aunque puedo entender el contexto en el que la autora lo empleó.
Entrando en las celebraciones modernas, y habiendo estado en esos
zapatos por ser padre de graduadas de bachiller, debo terciar no por la señora
del cuento, sino por todos quienes formamos la maltrecha clase media
venezolana.
Salirse de una celebración comunitaria venezolana a meses de producirse,
es equivalente a hacer no show en un crucero: simplemente pierdes esos reales, que en muchos casos han sido ya gastados.
Como casi todo lo que era cotidiano, la subida permanente de los precios
ahora parece ser parte de un proceso de extorsión: las cosas cuestan más caro
de un momento a otro, por lo que si las quieres tienes que pagar, y no vale, por más que uno quiera, decir que las
cosas han cambiado por la crisis y no se debe celebrar. Simplemente es como un
parto: no hay manera alternativa de salir de él si no es con el muchachito a
cuestas.
De otro lado, aunque parezca cierto que graduarse de bachiller hoy en
día pueda no ser nada relevante, se trata quizá de la culminación del proceso continuo
más prolongado que pudiéramos llegar a tener en nuestras vidas. No pocas
personas - aún en estos tiempos - se gradúan únicamente de bachiller, por lo
que no celebrarlo puede llegar a ser mezquino.
Por último, y quizá sea esta la verdadera razón de mi respuesta, como
alumno de los tiempos de la teología de la liberación, mi infancia y mocedad
estuvieron marcados por una acérrima crítica a cualquier arrocito, pues ello
significaba que éramos vacuos celebrantes mientras decenas vivían en
condiciones de extrema pobreza , e incluso morían de hambre.
Se trata de una posición que ha sido mimetizada una y otra vez, sobre
todo en nuestra oposición endofágica, que suele culparse por derrotas reales e
imaginarias más de la cuenta, y que ha llegado al absurdo de abjurar de las
celebraciones de pascua, carnavales y demás, porque lo que se tiene que hacer
es luchar contra el régimen sin descanso.
Igual pasa con esto de celebrar mientras haya gente pobre o injusticias
en la vida. De ser esto así, entonces deberíamos estar todos haciendo
penitencia poniéndonos ceniza en la cabeza permanentemente, pues la brecha
entre ricos y pobres no hace sino ampliarse.
No debe uno nunca dar la espalda a quien sufre necesidades, de eso no
hay duda. Pero suponer que porque celebra deja uno de pensar en quienes no
tienen, o peor aún, sea responsable de su estado, incluso del gobierno que se
tiene, es ya ir muy lejos. La preocupación por lo social y el celebrar
sanamente deben poder coexistir sin tanto rollo.