domingo, 17 de octubre de 2010

Quinta Carybe

Un homenaje dentro del homenaje. Más por tratar de sacar la relación entre el título del post que por otra cosa, pero mientras lo voy escribiendo, me doy cuenta de lo importante que fue mi casa de soltero para mis aficiones literarias y culinarias. Las literarias no creo que necesiten mayor explicación, pero las culinarias... Voy a tratar de hacerlo esperando que luego me dejen volver a entrar en casa de mi Mamá.

Transcurrían los años setenta en una Caracas que crecía aletargada, aún inconsciente del futuro que se cernía sobre nosotros...

Ajá, ¿Se asustaron? La verdad es que la cosa sí era en algún momento de los setenta, pero no con dimensiones tan épicas. Simplemente, para decirlo "in a nut shell": Mi Mamá se quedó sin Servicio. Como quiera que ya eran otros tiempos, mi progenitora se negó a cargar sobre sus frágiles hombros el peso de ocuparse ella solita de toda la casa.

La solución, mientras no llegaba alguna cachifa que no fuera demasiado cleptómana ó razonablemente floja: Todos los párvulos teníamos que ayudar en la casa. De ahí, más por necesidad que por otra cosa, todos en la familia sabemos cocinar.

Había otra variable de importancia en esta ecuación: En casa gustaban de la buena mesa, por lo que aunque tuviéramos que cocinar, digamos medallones y arroz entonces, conditio sine qua non, tenían que quedar sabrosos.

El arroz blanco (siempre tiene que ser blanco en casa de Gocho que se respete), debía quedar en su punto; ni muy pegajoso, ni muy suelto. Claro, hoy hay unas ollas eléctricas chinas que te quitan toda la diversión porque si te queda el arroz malo con ellas y no es culpa de Cortoelec, entonces es recomendable que uses el Automac.

Atrás quedaron ollas de arroz blanco pegadas, las llamábamos "cotufeadas" (por el característico olor a grano tostado que a veces se siente en los cines) cuando la olla con arroz pasaba más tiempo que el necesario en la estufa, junto con mis ensayos de marinados para la carne que hacían llorar (literalmente: se me iba la mano en la cebolla y el ajo), hasta que comenzamos todos los hermanos en la casa a preparar las cosas con calidad similar.

Pero a fuerza de cocinar todos los días se me fue desarrollando la noción de lo que puede quedar bueno o malo al mezclar ingredientes y la importancia de seguir las recetas, tal como les escribía en alguno de los posts anteriores.

Llegó un momento que se comía tan bien en la casa que no volvimos a los restaurants, ya que cuando lo hacíamos y probábamos los platos, nos mirábamos como diciendo "nos hubiera quedado mejor en casa". Esto, unido con una alergia generalizada al mal servicio, nos alejó por bastante tiempo de los comedores tarifados de la ciudad.

El año que nos graduamos de belle cuisine, fue cuando mis papás cumplieron veinticinco años de casados: La Quinta Carybe se engalanó para la ocasión, y por espacio de un par de semanas preparamos platos realmente interesantes, de los cuales recuerdo unos áspics de cangrejo.

Como leí en algún sitio, la comida es casi siempre una celebración a la vida y como tal merece ser asumida.

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